martes, 14 de julio de 2009

RECORDANDO AL PADRE GUILLERMO

Corría el año 1957, cuando el párroco de la iglesia Santa Ana, de Consuelo, solicitó mi presencia y la de mi hermano Mirito; yo, recién cumplía 9 años, Mirito, 11. Guillermina, mi hermana mayor, nos comunicó el mensaje. Acudimos de inmediato a la Casa Curial, ubicada a escasos metros de la iglesia. Una casa hermosa, de ladrillos y tejas, con una terraza cubierta por una enredadera de vid (uva); piso de granito y una amplia sala con una mesa rectangular para reuniones en su centro, rodeada de butacas en caoba y cuero. A todo lo largo de las paredes, otras butacas en mimbre y rattan que, para la época, era un lujo en cualquier residencia. Nunca había visto muebles iguales, como tampoco nunca había entrado a oficina alguna, hasta que el padre Guillermo nos invitó a la suya. Un amplio escritorio en caoba, sobre el cual descansaban una pequeña máquina de escribir Remington y una lamparita con cuello flexible para moverla a conveniencia. A sus espaldas y en la pared lateral a su derecha, sendos ventanales que esclarecían perfectamente el pequeño cuarto. A su izquierda, a todo lo largo de la pared, una biblioteca bien surtida descansaba sobre un mueble gavetero, todo en caoba bien lustrada. Debo decir que nunca subí, en tantos años, a la segunda planta, donde estaban los dormitorios y no sé que más.

Nos extendió sendos caramelos que ingresaron a nuestros bolsillos al tiempo que coreabamos: “Gracias, padre”. Nos alternaba su mirada azul acompañada de una sonrisa que dejaba ver sus dientes ligeramente manchados de nicotina mientras se disponía a sacar un cigarrillo "Chesterfield" de su cajetilla. De inmediato nos abordó: “Quiero que cooperen conmigo…” (pausó para encender el cigarrillo) “…pues tengo acólitos (monaguillos) adultos que no cooperan lo suficiente y ya están por trabajar y gozar. Necesito jovencitos, como ustedes”. Nos miramos un tanto entusiasmados, con la sonrisa espontánea de la inocencia. Continuó el siguiente diálogo:

Padre: - ¿Cuáles son sus nombres?

Mirito: -El se llama Romy y yo Mirito

Padre: -¿Romy? Casi es ron, ojalá nunca te guste tomar ron

RISAS

Romy: -No, a mi papá es que le gusta.

Padre: -¡Oh! El no asiste a la iglesia, ¿verdad?

Mirito: -No, pero mamá si.

Padre: -Bueno, yo estoy para trabajar con las familias, veremos qué podemos hacer. Mientras tanto, quiero que ustedes sean mis ayudantes y que me consigan otros de sus edades. ¿Me lo prometen?

Dúo: -Sí, padre.

Nos mostró una foto con unos veinte sacerdotes de su congregación, la Scarboro Foreing Mission, de Canada, colocando un dedo índice sobre su rostro en la foto, luego lo rodó un poco más y lo detuvo sobre el rostro del cura al que él sustituyó un año antes, el padre José. A seguidas nos dijo: “Quisiera estar aquí muchos años, me gusta el lugar; pero a nosotros nos mueven mucho. Eso me borró una sonrisa que tenía dibujada desde que llegué a la cita, tal vez porque presentía que éste hombre de baja estatura, fornido y agradable, iba a incidir de alguna manera en mi personalidad en formación. Y así sería. Lo primero que debíamos hacer, era integrarnos los domingos, después de la misa de la mañana, al catecismo que impartían monjas procedentes del colegio San Benito Abad, de San Pedro de Macorís. Todo iba muy bien. Las monjas eran muy alegres y juguetonas.

Un día de finales de octubre del año 1957, el catecismo dejó de impartirse abruptamente, de lo cual me sentí culpable. Aquel domingo, una de las monjas nos dijo: “El mundo se acabará con fuego por toda La Tierra. Los buenos se salvarán del fuego subiendo hacia el cielo, mientras los malos no podrán subir y quedarán quemándose.” Un jovencito de nombre Manuel Ramón Monegro, preguntó: “¿Es verdad lo que dicen, que cuando se vaya a acabar el mundo se verán muchas cosas raras?”. “Sí –contestó la monja- los animales hablarán, las máquinas andarán solas y se secarán los ríos, mares y lagos. Cuando vean esas cosas, es que el mundo se está acabando”. Eso se quedó grabado en mi memoria. Antes del próximo domingo, Manuel Ramón y yo creímos ver una de esas cosas raras. Atravesamos la extensa área verde frente a la iglesia hacia un colmado, para comprar una cajetilla de “Chesterfield” para el padre. Detrás del colmado está la vía férrea, punto en el cual hay una pendiente que provoca que el tren adquiera velocidad por gravedad. Para aprovechar esto, la máquina es descolgada del primer vagón para que el tren siga sin su impulso directo. Intenté halar una caña de los primeros vagones, pero me atemoricé por la velocidad, mientras se acercaba el último vagón que estaría colgado a la máquina. No había tal máquina. De inmediato mi amigo recordó a la monja; un tren corriendo solo. Para quien no entendía el por qué, es algo de esas cosas raras que pasarían próximo al fin del mundo. Acudimos a la Casa Curial:

M.Ramón: -¡Padre, vimos algo raro. Un tren corriendo solo, sin la máquina.

Padre: - ¿Qué tonterías dices, muchacho, dónde están mis cigarrillos?

Yo: -¡Ay padre, creo se me cayó la cajetilla por halar una caña, voy a buscarlos.

Padre: -No, espera, díganme que pasó.

Le expliqué el episodio de aquel domingo en el catecismo.

Padre: -¿Eso les dijo la monja?

Yo: -Sí, padre, porque Manuel Ramón le preguntó si era eso verdad.

Lo noté molesto. Me pasó la llave del garage: "Ve, abre el garage". Nos montamos en su Land Rover, rumbo al colmado. Bordeando la carretera, se desplazaba la máquina a unirse de nuevo al tren:

Padre: -¿Ven? Como eso es una bajada, sueltan el tren desde lejos, para que corra solo, luego que pierde velocidad, lo unen de nuevo.

No apareció la “Chesterfield”. Compró otra y seguimos rumbo a San Pedro.

Nunca había entrado al colegio San Benito Abad, un edificios grande y hermoso, Penetramos a una área de espera y, poco después, nos recibió la Superiora, muy sonriente, sonrisa que no fue correspondida por el Padre; tampoco por nosotros, ya que presentíamos que tendríamos que testimoniar lo ocurrido. Ante tal actitud, la Superiora cambió su sonrisa por un ríctus que expresaba curiosidad y asombro a la vez, al tiempo que inquiría:.

Superiora: -¿Pasa algo, Padre?

Padre: -Por supuesto que sí. No envíen a las monjas ni éste ni los demás domingos: NO HABRA MAS CATECISMO.

Superiora: -¿Puede explicarme, Padre?

Padre: -Ya se lo explicará el informe cómo enseñan ustedes el catecismo.

Dió la espalda. Me quedé ensimismado viendo a la Superiora encogerse de hombros, al tiempo que me miraba, como pidiéndome una explicación. El padre Guillermo me haló. El tenía problemas cardíacos; lo ví tan molesto que me asusté. Se sentó un momento soportando el volante:

Yo: -¿Qué le pasa, padre?

Padre: -No, nada. No me hablen ahora.

Unos minutos más tarde, puso en marcha el Land Rover hacia el centro de la ciudad. Tuvimos que esperar el paso de una máquina de vapor, remolcando un largo tren. Luego tomó rumbo a la desembocadura del Higüamo. Primera vez que vi ese hermoso paisaje. Allí nos detuvimos por largo tiempo. El meditaba y aspiraba aire del mar. Por fin habló: “Las monjitas de mi país son diferentes”. Poco tiempo después, a principios de 1960 o finales de 1959, no recuerdo bien, comprobaría esta verdad: monjas canadienses llegaron a Consuelo y fundaron el Colegio Divina Providencia". Sobre éstas monjas y sus méritos, escribiré en alguna ocasión.

Regresábamos ya a Consuelo. Habíamos recorrido la mitad del camino, cuando nos encontramos con cientos de jinetes obstruyendo el paso. Eran los Jinetes del Este que avanzaban hacia Santo Domingo al desfile en honor a Trujillo por su cumpleaños, el 24 de octubre. Eso descompuso de nuevo su estado de ánimo: “Dios, ¡qué día!. ¿De qué me valió el aire del mar?”. Cuando, por fin pasó la última fila de jinetes, murmuró:

Padre: -Algún día tú entenderás.

Yo: -¿Qué, padre?

Padre: -No te preocupes, algún día te explicaré, por qué hacen todo esto.

Yo: - Ellos van al cumpleaños del Jefe.

Padre: - (Callado). Manuel Ramón, aunque mayor que yo, tampoco entendía nada.

Pocas semanas después de todo ésto, una tragedia me impresionó tanto, que jamás he podido olvidarla. Manuel Ramón Monegro murió destrozado al caerle la bola de acero de una grúa, partiendo su cuerpo en dos. Era la primera vez que veía una persona muerta de manera tan atroz. No soporté ver su cadáver por más del segundo suficiente para la impresión. Soporté la cruz parado frente a su ataúd, mientras el padre Guillermo le rociaba con agua bendita.

William Matte, era el nombre correcto del padre Guillermo. De abundante pelo de finas y blancuzcas hebras, lucía un peinado muy usado hasta hace poco por los jóvenes de hoy; consistía en una raya en el centro del cráneo que dividía en dos el pelo y lo lanzaba a izquierda y derecha. Era extremadamente disciplinado: leía en las noches, después del Santo Rosario, caminaba en las mañanas, antes de la misa de las siete, cultivaba hortalizas durante todo el año; fue quien me hizo saber que la zanahoria le hace bien a la vista. Leía el periódico El Caribe, el único de la época, todas las mañanas después de la misa y durante el desayuno. Muchas veces no recibía el periódico y me hacía buscarlo. Un día me dijo: “Es muy poco lo que hay para leer”. Le contesté: “sólo leo los muñequitos: Trucutú, Mandrake el Mago, El Fantasma…” Me interrumpió bruscamente: “No leas esas cosas”. Me tomó de la mano y me llevó a su oficina: “Toma, lee éste libro”. Leí el título: “El Express Pony”. “Cuando termines -dijo- quiero saber si lo has entendido.” “Está bien, padre”, contesté. Favoreció mucho que iniciaban las vacaciones de 1958; lo leí en cuatro o cinco días dos veces. Al devolverlo, me hizo leer en su presencia y en voz alta, unas cuantas páginas: “Lees muy bien, ahora a ver si entiendes: ¿Qué relación hay entre el pony y su jinete?”. “Que el niño y el pony son pequeños y por eso se quieren mucho”. Se quedó pensando brevemente, antes de continuar: “¿Por qué el niño utilizó a su pony para repartir cartas?”. “Porque veía al cartero de verdad en su caballo grande llevando las cartas de pueblo en pueblo”. Me prestó otro libro, otros más, infantiles todos. Los leía en el inmenso y hermoso patio de la iglesia, bajo los árboles frondosos de laurel, caimito o toronjas.

El leía, como dije, en las noches, junto a una mesita ubicada al lado de una cómoda butaca; de la parte atrás salía una lámpara de largo cuello. Sobre la mesita amanecía el libro, por lo cual, un día, pude ver, en la portada, lo siguiente: "José Ingenieros - Hacia una Moral sin Dogmas". No puse interés alguno, pues no sabía el significado de las palabras "Moral" y "Dogmas"; sólo me llamó la atención el apellido Ingenieros. Tres días consecutivos estuvo ese libro sobre la mesita. Vi muchos títulos a lo largo del tiempo; pero ninguno me llamaba la atención, pues eran libros para adultos.

En sus prédicas nunca involucró la política, pero dió a entender que era anti trujillista. Me he preguntado cuál hubiese sido su reacción al verme militar en un partido de izquierda; pero también me pregunto si yo me hubiese alejado de la Iglesia de no haberse él marchado. Y es que después de él llegó un cura muy introvertido, que por suerte duró poco, el padre Miguel. A éste le siguió el padre José King (no el de Ocoa); éste era ex capellán del ejército de su país; admirador de Trujillo. De labios del padre King me enteré de la muerte de Trujillo. Lo noté muy triste al comunicarnos la noticia a un grupito de jóvenes que lo esperábamos para una reunión, la cual se interrumpió.

Sentí honda tristeza cuando partió el padre Guillermo. Entrado el año 1959, me dijo: “Me voy”No lo pude despedir; se fue sin despedirse, un día cualquiera de abril de 1959.Ya el padre Guillermo no estaba, ni en Consuelo ni en éste mundo. El padre King me sorprendió con la noticia de su muerte, a bordo de un avión rumbo a Canada; murió de un infarto, jugando a las cartas para matar el tiempo; pero el tiempo siguió su curso, quien murió fue él.


Nueve años más tarde, un señor de nombre Jorge Puello Soriano, alias El Men, dirigente del Movimiento Popular Dominicano (MPD), puso en mis manos un libro, con la encomienda de pasarlo a otros compañeros del Partido. En cuestión de segundos volé al pasado; estaba de nuevo ante la mesita, al lado de la cómoda butaca del padre Guillermo, leyendo aquel titulo: "José Ingenieros - Hacia una Moral sin Dogmas".